La caricia de la luz del atardecer y la brisa marina y salada se confabulan con el eco de voces y música que llegan como fantasmas de otro tiempo, ininteligibles pero cargados de significado. Con el corazón lleno, rebosante de tanto, repleto de alegría y, al mismo tiempo, paralizado de miedo; secuestrado por la excitación del futuro y entregado al estupor de la incertidumbre total y absoluta.
La tarde del 24 de septiembre transcurrió como había transcurrido cada día antes de mi llegada y como lo haría después de mi partida, pero ese breve instante quedó inmortalizado en mi mente y un poco mas allá.
Sentado al borde del muro que divide la avenida de la playa, observo la vida transcurrir sin barreras, embelesado por todo lo que es nuevo y reluciente. Me entrego a emociones que creí conocer pero que han demostrado no haber sido mas que ecos, distorsionados por el tiempo y el espacio, distorsionados por la sangre y el sudor. Y aun así, reconozco la melodía, mis dedos tamborean el cemento y mi tarareo se ahoga en la vorágine que me inunda y me envuelve.
El sol se encuentra en ese preciso grado en el que lo ilumina todo con intensidad pero sin azotarme con su inclemencia. Mi entorno esta repleto; repleto de personas, de colores y de olores, cada uno en su lugar, desempeñando el papel que mi imaginación inquieta le ha asignado. Papeles que representan con magnificencia, con tal naturalidad que consiguen engañarme a mi mismo, y yo me dejo engañar, maravillado igualmente por la obra frente a mis ojos. Me sorprendo sonriendo.
A mi espalda la Rosa de Fuego grita, chilla y canta. No necesito darme la vuelta para saber qué me mira, esperando que le brinde un ápice de atención para recodarme que me ofrece todo lo que deseo y más de lo que puedo imaginar. A cambio solo pide mi lealtad total y absoluta, poseer mi esencia mas allá de todo retorno. La Rosa de Fuego no comparte.
Frente a mí, el mediterráneo ruge y la arena de coral me obliga a compararla con el polvo fino y claro del caribe. No hay comparación, porque son dos mundos diferentes, dos mares distintos y dos realidades separadas e independientes, cada una con encantos propios que la otra solo puede envidiar pero nunca imitar.
El horizonte funde el mar, compacto y oscuro, con el cielo, blanquecino y apacible y, sin embargo, se oscurece a medida que se eleva en el firmamento.
El africano hace gala de su mejor castellano – ¿O será catalán? – y se enfrasca con la dama en un lucha que para él solo puede culminar con la oportunidad de desprenderse de un pañuelo mas, y para ella en volver al libro del que la han arrancado. Contemplo por algunos segundos la danza entre ambos. Anticipo la derrota del comerciante y me dispongo a continuar el viaje desde el borde de mi muro.
Un ciclista cruza el malecón. Se desplaza a la velocidad precisa para ser observado, una técnica que ha perfeccionado a travez de los años a base de practica y repetición. Embriagado por el sabor a sal, contempla las cabezas que giran a su paso y regula la marcha al ritmo del tambor del ego. Lo sigue de cerca un par de patines y un corredor, cada uno ensimismado en su tarea vespertina, pero todos con un mismo objetivo; todos, sin saberlo, dirigiéndose a un meta en común. Contemplo como se desvanecen en la distancia. Me pregunto si algún día llegaran a donde se dirigen.
Un anciano se sienta a mi lado, no tan cerca como para conversar, pero lo suficiente para notar en su semblante que no es su primera vez. Esta tarde el usurpador soy yo. ¿Me pregunto cuántas veces se ha sentado en este mismo lugar? ¿Cuántas veces ha contemplado un atardecer como este? ¿Me pregunto si las respuestas a mis peguntas son relevantes? Sin temor a equivocarme puedo concluir que no. Su presencia, continua e inmutable, como sospecho, es toda la prueba que necesito.
Él me mira y yo lo miro. Él sonríe con satisfacción y yo sonrío sin convicción.
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