Las ramas desgarran pedazos de la blusa de algodón, las mangas pronto serán poco mas que retazos. La tela del vestido de paño rojo que cubre el resto de su cuerpo no solo resiste, sino que compensa el peso que impone al protegerla de los cortes que serían de cualquier otra manera inevitables. Ella no lo nota; a la velocidad que corre, lo único que le preocupa es no caer. Pero el frío de la tierra sube por sus pies descalzos y eso si lo registra sus sentidos. Por un instante los recuerdos roban parte de su atención. No hay tiempo.
El silencio es reemplazado por las pisadas a toda velocidad, las suyas y las de ellos. Intenta distinguir entre el ruido provocado por su paso frenético a través del bosque, del ruido a su espalda, pero no está segura de lo que escucha. Los gritos de tres voces masculinas, marcadas por ese acento sureño que le resulta familiar, eso si lo distingue; los ladridos también. Y los cañonazos de las escopetas.
No tiene intención de esconderse, porque ya no tiene sentido hacerlo. Ahora solo importa correr, tan rápido como sus extremidades se lo permitan, y va comprobando, segundo a segundo, que no es suficiente. También intenta ignorar que no tiene idea hacia donde corre, pero se reconforta concluyendo que cualquier destino es mejor que lo que le espera si se detiene. Cuando se detenga.
Tropieza. Un pobre intento de salto reemplaza a las zancadas que la han traído hasta el borde del bosque y cuando aterriza no la recibe la tierra fría, ni las ramas, ni las hojas, sino el calor del sol de medio día y la grava ardiente que cubre lo solían ser las vías de un ferrocarril. El final del bosque se separa como una línea fronteriza del descampado frente a ella.
El desconcierto dura lo que le toma a sus ojos adaptarse a la recién descubierta claridad. No sabe donde está, pero teniendo en cuenta que tampoco sabe a donde va, es poco lo que importa y resume su carrera sin perder tiempo.
No es mucho lo que logra avanzar antes de convertirse en un blanco en movimiento. Sin la protección del laberinto boscoso que dejó atrás, en pocos segundos los tres hombres se encuentran corriendo hacia ella en línea recta. “¿Por qué no disparan?”, se pregunta mientras jadea y de inmediato se responde: “Ya no es necesario. Prefieren hacerlo de cerca.”
A pesar de la velocidad a la que corre, siente la grava arde bajo sus pies. Sus jadeos se intensifican y su paso disminuye. No logra concluir si es su cuerpo lo que se ha rendido primero o si su mente ha comprendido que todo esfuerzo resulta inútil. Se detiene, se da la vuelta y conjura la poca fuerza de voluntad que le queda para descartar el deseo intenso de sentarse en el piso y recuperar el aliento. No, se mantiene de pie; quiere verlos cara a cara. Y se queda ahí, bajo sol ardiente, esperando que los tres hombres se acerquen lo suficiente. “Ya no corren tan rápido” piensa ella, sin poder reprimir un toque de ironía. En su mente ensaya el fusilamiento, si bien no en la realidad todavía, sí en su imaginación.
Contempla por ultima vez su entorno: Se encuentra de pie sobre lo que en algún momento fue un puente, abandonado hace mucho, sin duda. El suelo está repleto de las mismas piedras que forman el camino que acaba de recorrer y las vigas que lo sostienen están cubiertas de oxido y ocre. Sin darse la vuelta, da un paso a su izquierda, y luego otro. Sin apurarse, da otro paso, lento, pero sin pausa. Dos pasos después, está al borde del puente. Escucha los tres pares de pisadas acelerarse hasta volverse nuevamente una carrera, reanudan los gritos y sabe que los cañonazos no tardarán.
Entre ella y el río, se interpone un vacío de 200 metros en cada libre. Respira hondo y siente, de nuevo, el aire cálido llenar sus pulmones.
Se permite imaginar una vida mas allá de este lugar y este momento.
Sonríe y salta.
La caída parece eterna, y al mismo tiempo, el vértigo llega y desaparece en una fracción de segundo. Una aparente contradicción que ni siquiera llama su atención, pues ella comprendió hace tiempo que la duración de las emociones tiene poco que ver con el reloj y todo que ver con la intensidad que nos evoca.
Su cuerpo su hunde lentamente y la masa de agua que la rodea enmudece cada sonido del exterior. Los gritos y las balas son un eco lejano. Saborea la separación que ha logrado poner entre ellos y ella y disfruta lo mas cercano que ha conocido a una paz verdadera en mucho tiempo. Pero la complacencia no puede durar. Abre los ojos, nota la falta de aire e inmediatamente agita sus manos, sus piernas y cada músculo de su cuerpo que le permita alcanzar la superficie lo mas pronto posible. Sus movimientos no son frenéticos, sino controlados, pero decididos y sus pulmones no demoran en llenarse de aire nuevamente. Siente la satisfacción propia de quien ha logrado volver a experimentar aquello que, en algún momento considerando como seguro, ha sido arrebatado por el destino y se ha convertido, ahora, en un bien invaluable. Respira profundamente, una y otra vez, como si estuviese aprendiendo nuevamente la mecánica básica de la vida, mientras es arrastrada rio abajo por la corriente.
No pasa mucho tiempo cuando logra finalmente alcanzar una orilla. Se desploma sobre la tierra firme y boca arriba contempla el cielo abierto que se filtra a través de la copa de los árboles. La envuelve el rugir del rio, el susurro tímido de las ramas que bailan al compás del viento y la canción de las bestias del bosque, indeterminadas, pero inequívocamente presentes. Le permite a sus sentidos el lujo de contemplarlo todo y por un instante no es quien es y no está donde está. Un cañonazo lejano la arrastra de vuelta a la realidad.
Se levanta con dificultad. Al cansancio se le suma el peso del vestido, ahora empapado. No puede estar segura donde se encuentra, pero sabe que sin duda la buscarán río abajo, por lo que emprende el peregrinaje en dirección opuesta. Su andar es lento, pero ya no corre motivada únicamente por el instinto de vivir, sino que cada uno de sus movimientos se encuentran cargados de un propósito calculado. Está decidida no solo a ubicarse, sino que se permite soñar con encontrar el camino de vuelta a casa.
Un nuevo cañonazo retumba en el bosque a su alrededor y ella sonríe. Lo escucha cada vez más lejos.
Nunca estuvo completamente segura cuanto tiempo caminó. Pudo haber sido unas cuantas horas, aunque para ella se sintió como no menos de un día completo antes de encontrar el primer asentamiento al borde de un camino empedrado. En ningún momento abandonó la seguridad que le brindaba el bosque, una sensación que le resultaba familiar desde la niñez, pero se atrevió a valerse de aquellos caminos para comprender donde se encontraba, avanzando con ellos en paralelo, siempre en las sombras. Y a medida que avanzaba, poco a poco fue reconociendo rastros familiares. No únicamente los poblados que se dibujaban en el horizonte, sino los arboles y los ruidos que ahora la envolvían. Ya no se encontraba en cualquier bosque, sino que reconocía su propia tierra bajo sus pies. Cada vez que estaba a punto de desfallecer, vencida por el agotamiento, el hambre o la sed, una nueva fuente de familiaridad le recordaba que estaba cerca y de ello sacó la fuerza necesaria para continuar.
Para ella es como una visión, la cabaña en medio del páramo. Así deben ser los espejismos, pensó. Y cuando emprende la ultima caminata que la separa de su destino, no puede evitar temer que se trate de una fantasía. Dos golpes secos de su puño contra la puerta le hacen comprender que la cabaña era tan real como ella misma. Lo ultimo que recuerda es la puerta abriéndose lentamente y aquel rechinar familiar que estaba acostumbrada a escuchar a diario. Su cuerpo se apaga, poco a poco y no llega a ver los brazos que la reciben, pero no es necesario.
Cuando despierta, siente que ha dormido una eternidad. Tres días, le respondió él cuando ella preguntó. La fiebre cedió al final de la primera noche, y durante la segunda solo hubo pesadillas. La tercera noche fue como cualquier otra.
Cuando logra sentarse en la austera cama que comparten, evita admitir que se siente mareada. Sabe que aquello significaría toda una tarde de reposo y no esta dispuesta a permitirlo, pero antes de decidir si debe arriesgarse a intentar levantarse, se ve envuelta en un abrazo que le devolvió la fuerza que había perdido. Es un abrazo cálido y firme, como antes. Pero recuerda que aquellos abrazos se acompañaban de otro.
¿Donde está? Le preguntó. Afuera, lleva toda la mañana recogiendo ramas para calentarte, respondió él con una sonrisa.
Ayúdame a salir. Ella se asegura de acompañar su solicitud con la mirada indicada para transmitir la fuerza de su decisión. Por un momento él pensó en protestar, pero los ojos que lo miraban de vuelta le dejaban saber que no había lugar para debate. La abrigó con el vestido de paño blanco que solía llevar antes de marcharse, y la ayudó a salir.
A pesar de que la puerta se encontraba a unos cuantos pasos de la cama, aquel trayecto le pareció tan arduo como el que había emprendido días atrás.
Afuera de la cabaña, logró sostenerse de pie sin la ayuda de él y no pudo evitar reír cuando vio al niño correr hacia ella. Su padre le hizo señas para que se detuviera, sabia que planeaba saltar a los brazos de su madre. El niño obedeció y disminuyó la velocidad; se acercó a ella y la abrazó a la altura de la cadera. Era un abrazo cuidadoso, pero firme. Ella puso su mano sobre la cabeza del niño y despeinó el pelo castaño.
Contempló el páramo y el páramo la contempló a ella. Le regaló la oportunidad de recordar y de volver a vivir los recuerdos y le regaló el aire cálido.
Respira hondo. Siente, de nuevo. Contempla el puente frente a ella, y el río abajo.
El aire sale de sus pulmones al mismo tiempo que las balas entran, y su cuerpo cae al vacío.
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