La Habitación Que Me Rodea

Una habitación no es solo una habitación.


Ubicamos artículos en cada esquina, en cada espacio, esperando impregnar en ella un ápice de nuestra esencia; intentamos pintar salones y pasillos con un boceto de lo que reverbera en nuestro interior. No podemos evitar la necesidad que esa habitación que nos rodea refleje la escenografía ficticia que nuestra concepción propia nos ha llevado a construir sobre nosotros y nos entregamos a la tarea a tal punto que, con el paso del tiempo, el papel de autor y personaje se invierten. Llega el momento en que es la habitación que nos rodea lo que marca el ritmo de lo que nos mueve por dentro, ya se trate de un atardecer que nos apacigua o una tormenta descontrolada.

La habitación que me rodea no tiene esa capacidad, aun no. Influye en mí, por su- puesto, me empuja y me levanta, pero no ha surgido de mí y, por lo tanto, nada de lo que surge de mi le pertenece. Eso es lo peligroso de crear; lo que construimos, nos construye.

Pero, aun así, una parte de mí le pertenece. No por lo que es, sino por lo que con- tiene. Y es que la habitación que me rodea, como todo lo demás, tiene sus propias armas; ha sabido desarrollar las herramientas necesarias para sobreponerse a las falencias que sufre y parece haber aprendido que si bien no pueden seducir por voluntad propia a quien no ha tomado parte en su creación, si pueden cautivarme mostrándome sin tapujos su contenido. Sabe que no voy a poder resistirme a contemplar, y sabe que no me limitaré a contemplar, que voy a ceder al impulso de pintar una esquina con un pincelazo amarillo y, justo en ese momento, la habitación que me rodea habrá conseguido lo que quiere.

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