Durante los tres años que llevo detrás del mostrador e visto pasar mas parejas de las que me interesa contar. Difícilmente podría recordar algún detalle sobre cualquiera de ellas. Eso cambió la tarde en la que entraron Marta y Marcos.
Eran las 2:50 y el calor de aquel verano, junto a la ausencia de ventanas, ventilación o ventilador, se confabularon para convertir la recepción, que hacia las veces de sala de espera, en un sauna aficionado. El sonajero sobre la puerta me aviso que seriamos dos, pero al levantar la cabeza desde atrás del mostrador comprendí que, de hecho, seriamos tres pobres almas quienes disfrutaríamos de aquel rectángulo incandescente.
– Martinez. Marta y Sergio Martinez, dijo ella, mientras se acomodaba con mas cuidado del necesario sobre una de las sillas de plástico frente a mi. El hombre a su lado la imitó, aunque con menos delicadeza.
Vacilé por un momento, intentando determinar si su mirada, fija en mi, buscaba transmitir impaciencia o determinación. Transmitir no, disimular; pensé. El vestido floreado azul marino la cubría mas allá de las rodillas, incluso con las piernas cruzadas y ambas manos, ancladas en el bolso cuadrado marrón, le daba a su figura delgada un porte distinguido y, sin embargo, anacrónico. La cabellera, negra antaño, empezaba a perder la batalla contra las canas. No había nada que me hiciera pensar que a ella podría importarle.
Hombros caídos, gafas de pasta y unos diez años mas que ella. Él miraba todo, menos al frente. Reparó en la mesa de centro, que servia para poco mas que como porta revistas, toda y cada una fuera de circulación; observó con absurdo detenimiento el paisaje impresionista colgado en la pared, como si la fuerza del pensamiento pudiese transportarlo al escenario nórdico que acaparaba su atención y, con el mismo arrobamiento, se perdió en el calendario sobre el mostrador.
Volvi a ella. En esta ocasión no tuve que adivinar lo que se me transmitía: impaciencia con la mirada y severidad con la quijada.
– ¿Primera vez? Pregunté.
– Si, respondió.
Martinez ¿Martinez? Me rodea un universo de papeles, ninguno relacionado en lo absoluto con lo que busco. Maldigo en silencio, como si fuese la culpa de alguien mas, y me dispongo a seguir buscando mientras intento fingir que tengo un ápice de control sobre lo que hago. La mirada de reprobación me acecha mas allá de la recepción y me confirma que mi mejor actuación es inútil.
– ¡Martinez! Grito, triunfal.
Ella abre los ojos, como dos monedas y él se sobresalta en su asiento.
Mientras reviso el expediente en mis manos, pienso en lo incomodo que resulta realizar básicamente cualquier tarea bajo la mirada de otro ser humano.
– Creo está todo. Le indico, levantando la cabeza y haciendo mi mejor esfuerzo por mostrar lo que se suponía debía ser una sonrisa.
– Por supuesto que está todo. – Responde ella. Su tono es firme, pero plano; cargado de decisión, pero desprovisto de carácter mas allá de la contundencia de su afirmación. No es que no la hubiese escuchado antes, pero es poco lo que se puede concluir a partir de monosílabos. – Sergio aportó todo, hace mas de una semana. Lo trajo personalmente. – Añadió y no puedo evitar en reparar en ese cambio de entonación. Sergio es toda su vida.
Él levanta la cabeza, me mira finalmente y sonríe. Sin convicción pero sin dudas.
– Por supuesto. – Respondo, volviendo a esconder la cara entre papeles. La confirmación no es necesaria pero siento la obligación de calmar su ansiedad. Es natural conmovernos ante la angustia de una personalidad inclinada a la sensibilidad, pero resulta desgarrador presenciarla en el carácter templado por el tiempo y las circunstancias.
Él mira el reloj. Ella lo mira a él.
Ha dejado de incomodarme la mirada inquisitiva de ella y de desconcertarme la distracción de él. No puedo quitarles la vista de encima, y sin hacerlo, levanto el teléfono.
– Martinez. Marta y Sergio. – Le aviso. – Pueden venir.
El ajetreo, mas alla de la pared, rivaliza con el ritmo de la respiración de él. Ella le toma la mano mientras ambos mantienen la mirada fija en la puerta del fondo. Son solo unos segundos, pero para ellos parece una eternidad. Siento que comparto esa eternidad con los dos, desde afuera pero con ellos.
Finalmente la puerta se abre y los ojos de él se iluminan. Su boca se abre y se cierra en espasmos que pretenden formar palabras, pero fracasan. No es necesario. Se pone de pie y cruza la habitación con mas agilidad de la que hubiese creído posible, y ella lo sigue. A menor velocidad pero con paso decidido.
Antes que lo pudiese alcanzar, ya él esta arrodillado, su mano acaricia un cuerpo de cuatro patas y mas pelo que huesos. Lo toma en brazos con la delicadeza de un padre a un recién nacido y, con la mirada extasiada, la busca a ella. Ella sonríe. Le sonríe a él y también me sonríe a mi. A veces la felicidad no se puede contener.
A él le ha vuelto la vida, y a ella con él.
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