Tranvía a Ninguna Parte

El tranvía de las tres de la tarde partía cada día sin demora, pero sin prisa. 

Palpó el papel, áspero al tacto, y por un instante logró oler la tinta. El debate en su interior se aplacó de golpe en cuanto sus dedos entraron en contacto con el boleto y cada uno de sus movimientos se rindieron a la inercia mas que a la razón; una sensación que encontró por completo natural.

Trató de recordar cuantas veces había decidido emprender el viaje y cuantas veces lo había descartado; en algunas ocasiones en cuanto el pensamiento cruzó su mente y en otras, a ultimo momento. Aquel día llegó mas lejos de lo que se atrevió jamás. Sentía que finalmente había cruzado la línea invisible que lo derrotó tantas veces. Ahora su actuar estaba cargado de inevitabilidad. 

Su mano derecha sacó un reluciente reloj de bolsillo que lo acompañaba a donde fuese desde que tenia 13 años, cuando recibió la austera herencia de su padre. A pesar de que aquel reloj era lo único con valor, fue precisamente lo único que decidió conservar. A partir de aquel momento, atesoró aquella pieza con un celo inusual. Pronto estableció el habito de pulir la cubierta de oro con obsesiva regularidad y las reparaciones que fueron resultando necesarias a través de los años solo podían ser llevadas a cabo por los mejores relojeros de la ciudad y, en algunos casos, bajo la supervisión del dueño. 

El reloj marcaba las tres menos cuarto.

Se abrió paso a través de la estación con un andar lento y medido. Cada paso lo acercaba un poco mas al destino que había elegido tantos años atrás pero que decidió posponer por lo que ahora le parecían las mas absurdas de las razones. 

Divisó a lo lejos el tranvía carmesí, que parecía esperarlo únicamente a él, y atravezò la distancia que lo separaba de su vagón con el corazón a redoble de tambores, como quien se acerca a un viejo amigo. En lugar de un abrazo fraternal se encontró un pasamanos helado al tacto y las miradas cargadas de recuerdos fueron reemplazadas por un pasillo desierto, repleto de asientos cubiertos por colores de otra época. Pero el choque de la fantasía contra la realidad no hizo mella en su animo y cruzó paso a paso el vagón sin perder entusiasmo. 

Se dejó caer en la butaca de la ventana de la ultima fila, como si fuese necesario proteger su espacio y su privacidad en contra de un ejercito invisible, cuando el único ejercito a su alrededor era aquel formado por los fantasmas de quienes habían ido y venido durante tantos años. 

No debemos demorar en partir. – Pensó y se conformó con mirar por la ventana mientras esperaba el inicio de su viaje. 

El mundo, observado desde el interior del tranvía, parecía moverse de manera diferente; ni mas lento, ni mas rápido, sino impulsado por una fuerza carente por completo de sentido o dirección. Las acciones, las palabras y las miradas de quienes permanecían en el exterior no podían ser guiadas por nada mas que caos y él respiró aliviado al considerase a salvo de aquella puesta en escena que nunca había logrado comprender del todo.

¿Era a aquello a lo que le había tenido miedo durante tanto tiempo? Encontrar la oportunidad de observar el mundo que te rodea, reconociendo el mismo guion de siempre, ensayado y repetido hasta el cansancio, pero en esta ocasión los gritos eran ecos y la pantalla de cristal que lo separaba de ese mundo lo había transformado de personaje en espectador. 

Intentó definir esa sensación total y absoluta de rendición ¿O quizás era aceptación? De cualquier manera, era embriagadora. Adictiva, pensó. Sonrió y con su sonrisa, el tranvía se puso en marcha.

Varsovia quedó atras y pronto se estuvo rodeado de poco mas que pasto, cielo y grava. Las voces habían sido reemplazadas diligentemente por el sonido hipnotizador de la maquina en movimiento. Él se acomodó y en el momento que pretendía cerrar los ojos, la figura del segundo pasajero se asomó en el extremo opuesto del vagón. Con creciente incomodidad vio al anciano cruzar el vagón y acercarse lentamente a él. Aquella escena fue asimilada por su mente de forma teatral, y culminó únicamente al alcázar el momento climático en el que el anciano, con aparente calma, se sentó en la butaca frente a él y la mirada penetrante y serena del intruso provocó que se revolviera en su asiento. 

Luego de recobrar la compostura, devolvió la mirada sin emitir palabra e inmediatamente repasó lentamente el resto del vagón, vacío con excepción a él y a su acompañante. El segundo pasajero imitó el gesto con poco interés. 

Espero no le incomode – Dijo el anciano, volviendo a posar su mirada en él – Que lo acompañe yo en su viaje.

Aquella voz le resultaba conocida, pero fue imposible determinar de donde o cuando.  Una voz ronca, posiblemente a causa de los años, pero que aun mantenía en su tono lo que debió haber sido una melodía mucho tiempo atrás. Era una voz controlada, comedida y cada palabra pronunciada con premeditación. 

Para serle honesto – Respondió él – me incomoda que, habiendo tanto espacio a su disposición, elija usted sentarse precisamente frente a mi. 

– ¿Como podríamos conversar si me sentase en cualquier otro lugar? – Preguntó el anciano, con un tono de sorpresa que pudo haber sido completamente fingido. 

– ¿Conversar? No tengo intención de conversar, caballero. – Respondió él, intentando contener el evidente terror que le provocó la expectativa de tener que llevar a cabo el resto del viaje atormentado por la vorágine de preguntas de un desconocido. 

– Todos queremos conversar. – Respondió el anciano, quitándose los anteojos y limpiándolos con la camisa blanca. – Solo que, a veces, no estamos preparados para hacerlo con palabras. –  Se volvió a poner los anteojos y se distrajo mirando el paisaje borroso que iba quedando atrás, segundo a segundo. – Pero no debe preocuparse por ello.  Afortunadamente para usted, yo he aprendido a conversar de muchas maneras distintas; he aprendido a hablar y a escuchar sin intercambiar una sola frase; he aprendido a comprender, sin tener en cuenta lo que escucho y he aprendido a explicarme antes de haber sido cuestionado.

Un desquiciado, sin duda. – Concluyó él.

– ¿A donde se dirige usted? – Preguntó el anciano, rompiendo el silencio que le había seguido a su ultima intervención. 

– A ninguna parte. – Respondió él. 

– Un largo viaje, me temo. No es sencillo llegar a ninguna parte. 

Fue solo en aquel momento, ante la posibilidad de encontrarse atrapado en un vagón con un desequilibrado mental, que observó detenidamente a su interlocutor: estaba en el ocaso de su vida, era evidente que tendría mas de ocho décadas a cuestas; mas delgado de lo que podría considerarse recomendable y con una aparente fragilidad que, por un momento, le devolvió la tranquilidad; su cabellera, sin embargo, aun mantenía algunas hebras blancas a cada lado.  Pero era la mirada lo que desentonaba: una mirada cargada de certeza, y si bien no podría llegar a considerarse desafiante, resplandecía con el fulgor de a quien ya no le quedan dudas. Era aquella mirada la que no lo había perdido de vista a él ni un segundo desde que inició una evaluación que ahora se apresuraba a concluir. 

– El tiempo es cruel. – Dijo el segundo pasajero, respondiendo a un comentario que nadie había hecho. – Pero es justo, y a pesar de que nos quita mucho, también nos da tanto; siempre que nos encontremos dispuestos a aceptar ese trueque inevitable y a apreciar los recuerdos y la sabiduría mas allá de la belleza y la agilidad.

– Hay a quienes el tiempo le ha quitado todo. – Respondió él, arrastrado por una impulsividad natural mas que por la razón. – Sin brindar sabiduría a cambio, y dejando a su paso recuerdos que sería preferible olvidar. – Por un instante le pareció ver en el semblante de su acompañante una ligera sonrisa, una mueca de éxito que se apresuró a neutralizar antes de continuar una conversación que ya podía considerase entablada. 

– Por supuesto que los hay. Quizás te estés refiriendo a mi, o a ti mismo o quizás hablas de muchos otros que ya has conocido o que estas por conocer. 

– No puedo referirme a usted, pues desconozco por completo las circunstancias que lo han traído a este momento. No puedo ni siquiera imaginar la motivación que lo ha hecho decidirse a acompañarme en lo que yo había anticipado como el mas apacible de los viajes.

Por un momento las miradas de ambos se cruzaron y se sostuvieron y aunque no llegaron a reconocerse, se aceptaron por primera vez. El anciano se acomodó en su asiento y él se dispuso a ilustrar su argumento de la mejor manera que sabia hacerlo, o quizás era la única que tenia. 

Le contó todo lo que pudo recordar sobre su infancia, sobre la austeridad de una post-guerra cuyas cicatrices aun ardían en su mente durante las noches. El hambre y el frio no habían hecho mella en su carácter, pero a la oscuridad impertinente de los días que se acortaban a causa de las nubes de carbón que cubrían todo a su paso era algo a lo que nunca aprendió a acostumbrarse. 

Le contó sobre unos padres que hicieron todo lo que pudieron, pero todo lo que pudieron no fue ni cerca de lo necesario; antes de dejarlo en la orfandad a la edad de 13 años y a cargo de Adel, una hermana tres años menor que no sobreviviría el siguiente invierno.

Le contó sobre Alina, la primera persona que le había permitido conocer la esperanza de un mejor porvenir, que le había hecho creer que lo que había vivido hasta aquel momento no tenía que extenderse hasta el día de su muerte y le había probado, a base de hechos y besos, que la vida podía ser algo mas que sufrimiento; le contó del embarazo y de la espera, y del momento en el que tanto la madre como la niña que nunca conoció, murieron; le contó sobre las calles que recorrió, desorientado y perdido, no porque no supiese donde se encontraba, sino porque no tenia idea hacia donde se dirigía.

Le contó sobre el silencio y el letargo que le sigue inevitablemente al sufrimiento y le contó sobre esa otra oscuridad, no la que provocaban las nubes de carbón, sino la que se abre paso desde adentro; le contó como esa otra oscuridad lo inunda todo y sin importar lo que hiciese, no se disipaba, ni siquiera durante el mas brillante de los días. 

Y finalmente le contó sobre su viaje, sobre el tranvía y sobre su destino.

Ambos permanecieron en silencio. Él se permitió perderse en el paisaje en movimiento y el segundo pasajero lo observó sin emitir palabra, no porque no supiese que decir, sino todo lo contrario: sabia exactamente lo que debía decir, pero no podía estar seguro si se trataba del momento adecuado.

– Mi niñez o adolescencia, o incluso los primeros años de mi adultez – Dijo finalmente luego de un cuarto de hora – puede que no sea de gran interés para usted, pero es posible que algo de utilidad encuentre en una o dos historias de la segunda parte de mi vida. 

Yo también – continuó el anciano – le puedo contar sobre la guerra y sobre el frío, le puedo contar sobre la perdida de quienes mas he querido y, ciertamente, le puedo contar sobre esa oscuridad a la que se refiere usted en términos tan íntimos y que, sin embargo, compartimos todos. Pero en vez de tratar de convencerlo que mis heridas son mas profundas, prefiero mostrarle mis cicatrices, y quizás de esa manera usted se dé permiso de cerrar las suyas.  

Y el anciano le contó todo lo que pudo sobre el mundo, sobre cada uno de los caminos que recorrió, porque comprendió que caminar era la única manera de sanar. No importaba mucho a donde se dirigiese, siempre que se mantuviese en movimiento. 

Le contó como aprendió que los recuerdos mas amargos lo son solo porque procuramos mantenerlos encerrados en la bóveda de la memoria, pero cuando nos abrimos y permitimos que entre el sol, se transforman lentamente en el tapiz de nuestro pasado, y que si bien no llegan a desaparecer por completo, solo con la claridad de la mañana logramos observarlos y, si tenemos suerte, apreciarlos.

También le contó, aunque sin grandes rasgos y con pocos detalles, sobre Hilda y sobre María. Le contó como la primera logró hacerlo despertar del letargo, no porque él la necesitase a ella, aunque muy a su pesar debía reconocer que la necesitaba mas que nunca, sino porque ella lo necesitaba a él; y la llegada de María, la primera de tres hijas cuyo nacimiento siempre vio como el principio del fin de la oscuridad. 

Le contó como las décadas siguientes no estuvieron ausentes del sufrimiento que produce los caprichos del destino, pero para entonces había aprendido a hacerle frente con la comprensión de la mortalidad inevitable de todo lo que no rodea, desde los lugares y las personas, hasta los sentimientos que creemos mas arraigados. 

Y le confesó que de todas las lecciones que había aprendido, la mas difícil fue aceptar que las idas y venidas de todo lo que queremos tienen poco que ver con nosotros, y es poco lo que nosotros podemos hacer para controlarlo; de lo único que mantenemos control absoluto en todo momento es sobre como enfrentamos la ausencia. 

Al anciano culminó la exposición que había esperado tanto tiempo para impartir, titubeó y finalmente decidió añadir: 

– Y es que ahí, precisamente, yace la ironía de los corazones rotos: a veces nos hunde y otras veces nos levanta. 

El silencio entre ambos se extendió, esta vez por un periodo que ninguno de los dos logró determinar. 

– No puede asumir que comprende mi sufrimiento solo por haber sufrido usted también. – Respondió él, ante la mirada expectante del anciano. 

– Precisamente todo lo contrario, mi querido amigo. – Respondió el segundo pasajero mientras se le dibujaba una sonrisa amarga en el rostro arrugado. – Las heridas que recibimos y el dolor que nos infligen son particulares e individuales a cada uno de nosotros. El dolor es una reacción natural a los golpes que no paramos de recibir a lo largo de nuestra vida. Pero el sufrimiento… el sufrimiento es distinto, su naturaleza es la misma para todos; y es que el sufrimiento, a diferencia del dolor, no es una reacción sino una decisión propia, dependiente por completo de nosotros mismos. No tenemos control sobre el dolor que sentimos, pero el sufrimiento es una decisión que tomamos.  Incluso cuando la herida ha cerrado y el dolor ha desaparecido, el sufrimiento continúa hirviendo en nuestro interior, como un eco que se repite, interminablemente.

– ¡Eso es absurdo! – Interrumpió. – ¿Por que alguien decidiría sufrir?

– Porque, a veces, es todo lo que nos queda. A veces el sufrimiento por la ausencia de quienes nos han dejado es lo unico que nos queda y abandonar ese sufrimiento implicaría también aceptar que no volverán; y es entonces cuando nos aferramos al sufrimiento como a una fotografía pues, a pesar de la ausencia, nos recuerda lo que fue y por medio de ese recuerdo, volvemos a vivirlo. – El anciano hizo una pausa y cabeceo de lado a lado por un momento. – Todo ello es, por supuesto, una fantasía: el sufrimiento lleva a ninguna parte. 

-Puede que su vida y la mía compartan ciertas similitudes – Respondió él. – Pero es evidente que se bifurcan en un punto crítico.

– La única razón por la que pudiese existir una bifurcación entre sus circunstancias y las mías, es por decisión y diseño, no por casualidad. 

– Supongo que está a punto de recordarme que yo también mantengo el control de lidiar con las ausencias que aún me acompañan.

– No es necesario que le recuerde lo que ya usted sabe. – Respondió el anciano. – Pero lo que sin duda debo añadir es que no es posible cambiar el curso del destino cuando uno se encuentra en dirección a ninguna parte.

***

Con el tranvía nuevamente en marcha, el segundo pasajero observó complacido como su acompañante se desvanecía a lo lejos, junto a la estación en la que había decidido interrumpir su viaje y que ahora dejaba atrás. Volvió a acomodarse en su asiento y esta vez fue él quien se permitió sonreír mientras giraba sobre la mesa el viejo y deslucido reloj de bolsillo que lo había acompañado a todas partes desde que tenia 13 años. 

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